viernes, 4 de junio de 2010

Nine Rain y ¡Qué viva México!


Es ya un poco prematuro, pero si alguien lee esto a tiempo, no estaría mal que se dieran una vuelta mañana (Sábado 4 de junio de 2010) a Cineteca Nacional, pues la banda Nine Rain musicalizará en vivo el clásico de Eisenstein: ¡Qué viva México!

Les dejo este texto que escribí en agosto pasado, para el suplemento El Ángel del diario Reforma, cuando Nine Rain presentó este proyecto en el Teatro de la Ciudad.



Pirámides y perfiles mayas que cortan el cielo, sincretismo renovador y revelador ante la cámara de cine, el melodrama incrustado en la Revolución mexicana como preámbulo de una corriente cinematográfica, la fiesta brava como celebración adquirida y culposa, la venturosa historia de una nación dividida entre la civilización y la herencia histórica, son sólo algunas líneas narrativas en ¡Qué viva México!, clásico cinematográfico de Sergei M. Eisenstein.

¿Y cuál es el sonido, el ruido, la melodía, el color musical de todas estas imágenes de carga simbólica, sensual, histórica?

¡Qué viva México!, permaneció muda en su esplendor visual durante prácticamente ocho décadas. Eisenstein no era partidario precisamente de la música en el cine, y no veía razón de por qué a la imagen de una guitarra debía acompañarla el sonido de la misma. Los sonidos los generaba el cerebro a cada nota visual, entonces, aunque no más allá de cada espectador. La banda Nine Rain asumió la tarea y presentó en el Teatro de la Ciudad su acercamiento sonoro a este filme.

La épica detrás de este filme y la mítica que muestran sus imágenes hablan por sí solas. En 1931 el México precolombino se descubrió ante el Nuevo Mundo del siglo XX: el cine. La cámara cinematográfica de Eduard Tisse, y la poesía y búsqueda formal desbocada del genio cinematográfico Serguei M. Eisenstein ante el esplendor histórico de México capturaron imágenes de belleza extrema y que cambiarían el medio cinematográfico aún por aquellos años en búsqueda de su gramática.

Una malograda estancia en los estudios Paramount en Hollywood (un par de guiones rechazados por su naturaleza revolucionaria) llevaron a Eisenstein, Tisse y a su equipo a terminar en México en busca de un filme, aunque seguros de la cantidad monstruosa de material en un país de inmenso bagaje histórico, y con voceros como Orozco, Rivera y Siqueiros.

El resultado fue una gran cantidad de apuntes en celuloide (200 mil pies), una idea concreta y la imposibilidad de terminarla por parte de su autor (ante el llamado de Stalin a su país). Tendrían que pasar años, incluso décadas, para que se lograra un montaje cercano a la idea del director soviético, y ya muerto éste, de hecho.

Y a pesar de que hoy día se trabaja aún en el montaje más fiel a la idea original de Eisenstein (de hecho, es un proyecto que trabaja la Mexican Picture Partnership de Londres, para presentarlo en 2010, en el marco de las celebraciones mexicanas), la música de acompañamiento permaneció como el proyecto olvidado. Nine Rain entra entonces, y sobre el tiempo y el mito comienzan a construir.

Ya desde su proyecto musical de culto y temprano en el crossover más que experimental con Tuxedomoon, el neoyorkino Steven Brown mostró claramente su interés por encontrar las inquietudes del free jazz, con la distorsión y los sonidos e instrumentos de otras culturas. Con Nine Rain, aquella búsqueda parece no serlo más, traduciéndose ya en un acoplamiento prácticamente natural.

Es así que el acompañamiento musical que ahora reviste a ¡Qué viva México! es resultado de una comprensión, estilización y evolución de la música a partir de instrumentos nuevos y antiguos, ya no como experimento, sino como una forma de dialogar con el mundo y comprenderlo.

¡Qué viva México!, de hecho, ya nos hablaba del crossover que desde siglos cercanos venía dándose en diversas culturas y naciones. En México, parece que Eisenstein encontró un ancla hacia el pasado rico y un nexo hacia el futuro por igual; la emulsión del documental, la ficción y la dramatización, igualmente, nos habla de tempranas mezclas.

Así, el esplendor neoclásico del Teatro de la Ciudad se constituye en suntuoso marco para escuchar y ver un mensaje que surge en 1931, y continúa siendo entendible. Una pantalla que levita sobre el entarimado oscuro, y seis músicos sobre éste a punto de dialogar con las imágenes. En pantalla una procesión de indios mayas se encamina hacia sus monumentales pirámides, el cielo es claro y de nubes esplendorosas, un clarinete parece dictar sus formas, percusiones y el denso bajo dan el ritmo de los pasos y los cortes de las imágenes de rostros, pirámides y luz en el cielo. Una fusión de luz y ondas sonoras dan paso al acto cinematográfico concretado, por fin, en ¡Qué viva México!

El clarinete se desliza dulcemente. La jarana mantiene el compás, se encuentra con el clarinete y juntos parecen correr entonces por los parajes de Tehuantepec, los cuerpos de hombres y mujeres que se encuentran en hamacas y sonríen hacia el cielo y hacia el otro se revelan como pautas musicales que encuentran reverberación en la ejecución de los músicos sobre el escenario.

Ya más adelante, el México profundo da paso a las haciendas, a la plaza de toros, al choque de “mundos” y culturas, a la alegría y al drama; el clarinete puede pasar así a la violencia del sax, y viceversa, y la batería, la guitarra eléctrica y ciertos ambientes generados por el teclado electrónico, se constituyen como sonidos naturales de las imágenes. El jazz, la polka, el son, la trova, sonidos prehispánicos, otros provenientes incluso de Medio Oriente se agolpan en frescas formas de interpretar las imágenes.

Brown (sax, clarinete, vocales), Alejandro Herrera (vihuela, requinto jarocho, jarana, vocales), Nikolas Klau (electrónicos, bajo), José Luis Domínguez (guitarra), Daniel Aspuru (teclado, batería) y Oxama (percusiones) crean una banda sonora que evita el lugar común, la respuesta musical esperada ante este “sarape” visual propuesto por Eisenstein. No se preocupan por utilizar o reproducir los instrumentos y el sonido relacionados con las imágenes, con la historia de México y con los prejuicios culturales; se abocan a crear atmósferas y ambientes en línea con lo propuesto por el cineasta, y en ese aspecto parece que encontraron mucha más que lo esperado.

La banda hace uso de ciertos silencios, pausas, incómodos un poco para el público que escucha y observa al momento, pero necesarios como puentes que llevan de un momento a otro: los músicos de Nine Rain no buscaron hacer una pista de hora y media para el filme; sí, en cambio, 22 apreciaciones musicales para los tres capítulos, un prólogo y un epilogo que conforman ¡Qué viva México!, un mosaico, “sarape”, que propone diversos puntos de una nación de perfiles diversos y, por tanto, de gran cantidad de sonidos.

Lo efímero del acto en vivo, sincronización momentánea de imagen y sonido, queda para la historia (y para quienes logren captarlos por su gira). Afortunadamente, bajo el sello de Independent Recordings, está editado ya este soundtrack; resta entonces sacar nuestra copia de ¡Qué viva México!, para evocar y capturar nuevamente este viaje.