lunes, 25 de abril de 2011

Perdónalos, porque no saben lo que hacen: la cinefagia de Semana Santa

Aunque durante el pasado puente de Semana Santona fue momento propicio para maratón o maratones de zombies, muertos vivientes, por aquello de la resurrección del zombie más famoso de la historia (Lázaro tal vez fue el primero pero, sin duda, Jesús es un 'poquito' más popular), enfermedades en la familia, dolor de cabeza intenso, notas por terminar y otras cosillas me impidieron llevar a buen término alguno de estos. No obstnate, y por supuesto, no estuvo ausente el cine. El siguiente es el breve recuento... ah, y yo "creo en la resurreción de los muertos", Credo dixit.



Mmm, ¿que acaso ‘misántropo malhumorado’ no es como una redundancia? Pues a decir de los redactores de la página de Cinemex no lo es, pues así es como describen al protagonista del más reciente filme de Woody Allen, Whatever Works (o como la titularon en español: Así pasa cuando sucede), un malhumorado y misántropo (ja) excatedrático de Física que según él mismo asegura alguna vez estuvo a punto de ganar un premio Nobel, aunque ahora se dedica al intento por enseñarle ajedrez a niños tarados funcionales que lo único que logran es que él mismo les derrame sobre la cabeza las piezas de ajedrez en un desesperado intento por desaletargarlos.

Larry David interpreta al malhumorado misántropo, un inadaptado social con una bendita capacidad para repelar de la vida y sus constructores con una labia y don poético que, simplemente, resulta imposible debatirlo ante la razón de su discurso. Ahora rengo tras un fallido intento de suicidio, se refugia en su grupo de amigos con los que siempre pelea y en su departamento a donde llega, ignorante y espantadiza, una damisela sureña interpretada por una hermosa Eva Rachel Wood (Across the Universe), cuya encarnación como caricatura de la ignorancia del gringo profundo -además de hacerla blanco fácil de la sorna de Allen- la convierte en la pieza que hacía falta para hacer de esta comedia agria una casi reinterpretación del famoso “40 y 20” de José José, sólo que con unos 20 años más en la primera cifra.

El caso, finalmente, es que se trata de una extraordinaria comedia del maestro Woody Allen, aunque digan misa sus detractores. No hay nada nuevo bajo el Sol (aunque Allen, me parece sí logró encontrar mucho hace una buena cantidad de años, y sigue explotando eso sin que nadie haga algo parecido), efectivamente, pero Allen tiene una capacidad reinterpretativa fascinante, utilizando una serie de elementos que repite en cada filme pero en combinaciones distintas y, en esa pequeñas variaciones, ofreciendo hallazgos formidables. Como en el caso de este filme, en el que la naturaleza misántropa de Allen aflora de forma inmaculada en el personaje de David, y ofreciendo un intenso debate acerca de la amargura adulta y la candidez jovial. Filme agrio, negativo, intenso y divertido, como comúnmente es la vida.

Esta historia, obvio, ha pasado inadvertida en la cartelera comercial y ya sólo queda (en el DF) en tres salas de Cinemex, yo la alcancé en el WTC, y les recomiendo que igualmente lo hagan si realmente les gusta el cine.



La verdad es que ya ni me acuerdo en que quedó Scream 3, y tras ver Scre4m creo que no importa mucho: Wes Craven, sin duda, conoce perfectamente los clichés, los elementos definitorios dentro de los mismos subgéneros que definió a su vez dentro del ya subgénero del Slasher Movie (con A Nightmare on Elm Street y la misma Scream), y su conocimiento en Psicología me parece que le permite conocer perfectamente lo que hace salivar a sus espectadores cautivos. Así, Scre4m funciona como un reloj Casio: ofrece lo esperado y no falla, pero no hay nada nuevo. Los cuchillazos con sonido crudo, las corretizas de corta distancia dentro de las casas gringas, la infaltable trivia gore y la desfachatada crítica a los mass media, sus creadores y consumidores hacen de esta cuarta entrega de la saga posmoderna del slasher movie algo innecesario, pero que no deja de entregar hora y media de divertimento pueril (aunque haya quienes digan que les han robado hora y media de su vida).



Ya en la comodidad del sofá frente al televisor, pude ver Plague of the Zombies, atípico filme de la Hammer Films, dirigido por John Gilling en 1966. Y aunque precede por un par de años al clásico de George Romero, este filme inglés no sale del lugar común en el que durante décadas estuvo instalada la figura del cuerpo sin alma: producto de la magia voodoo y utilizado, literalmente, como bestia de carga y trabajo.

La historia me parece que debe desarrollarse a principios del siglo pasado en una localidad rural inglesa, donde comienzan a morir misteriosamente una buena cantidad de trabajadores jóvenes, y vemos al clásico doctor que incapaz ve cómo la comunidad y sus enfermos se le escapan de las manos en medio de una extraña epidemia. Los zombies, en la parte final del filme resultan un tanto decepcionantes ante su papel social, pero el espectador no se va con la manos vacías pues, además de la suntuosa fotografía y del sobresaliente diseño de producción acostumbrados en las producciones de esta compañía, vemos un diseño zombie peculiar y una primera aparición de acción zombie en la que el cadáver que camina se avienta un grito bien machín.



Y finalmente revisité, tras unos 20 años de que la vi por primera y única vez hasta ahora(en un VHS prestado por Juan Heladio Ríos), la hermosa y espeluznante Betty Blue, en realidad 37°2 le matin, filme que recuerdo claramente provocó, junto con Blue Velvet de David Lynch, intensos debates en la prensa escrita ‘especializada’ en el México de 1986 y 1987.

Aunque con el tiempo el filme del francés Jean-Jacques Beineix no ha alcanzado la notoriedad del filme de Lynch, en este caso también se habla de una historia extraordinaria con personajes en el precipicio. Ya la interpretación de la muy entonces apetecible Béatrice Dalle (que hace unos años volvió a aterrorizar a una nueva generación con su papel también de loca en À l'intérieur) es suficiente para recordar la historia, pero el trabajo del conjunto fílmico en general es potente y hermoso: la primera parte de la historia con una casi inocente y salvaje Betty paseándose entre unos sencillos aunque paradisiacos bungalows, de contrastantes colores con el cielo azul, son de esos momentos fílmicos que se graban detalladamente en la memoria. Y ya la esquizofrenia de Betty en las dos terceras partes restantes del filme, y el intento de Zorg por rescatar la cordura y el amor de esta mujer igualmente se graban pero de otra forma en la memoria.

Filme de amor y locura, desde hace unos años ronda en su versión integra de 185 minutos en DVD, y se trata de un versión que no cae en minuto alguno (me la aventé sin parpadear de 11 a 2 de la mañana). La Betty de Dalle ha pasado ya a la historia tanto como una de las más gozosas como una de las más peligrosas, y su historia y la del malogrado escritor Zorg permanece intacta como una tormenta que deprime, y en eso radica su valor como obra consumada que logra su cometido.

miércoles, 20 de abril de 2011

Sandy's at Waikiki

Sandy's at Waikiki, por Daniela Franco y varios autores
Editorial RM
España / México



“El pasado es, pues, una constante acumulación de imágenes y un caos muy generoso”, se lee al pie de una de las docenas de imágenes que han conjurado el libro Sandy’s at Waikiki (Editorial RM, 2011), una memoria de ciertos días y cierta familia a partir de la reconstrucción narrativa por una docena y un extraños.

Dicho pie de foto se antoja revelador y condenatorio, por igual. En un esfuerzo –muchas veces fallido– los individuos en solitario y en células familiares se empeñan en hacer y guardar la historia en base al intento por capturar el tiempo y el momentum en imágenes fotográficas y de video, así como a registrar a través de la palabra escrita los sucesos y hechos refractados a en la vista y el resto de los sentidos.

Pero uno y todos construimos prácticamente en la ignorancia y en el azar, porque no sabemos cuánto más viviremos, porque no sabemos qué pasará con esos registros, y porque nunca sabremos de cierto –o nunca querremos aceptar- si ha valido la pena empeñarse en dicha crónica.

“El pasado es, pues, una constante acumulación de imágenes y caos muy generoso”, vuelve entonces a nuestra mente dicho pie de foto, escrito por Enrique Vila-Matas, narrador que se une al cabalístico número de escritores que se empeñan en construirle una historia a la familia Sandy, la del título y que le da sentido a Sandy’s at Waikiki, un libro-objeto-experimento-documentofalso-ficción-testimonio fotográfico que es prueba de una memoria guardada, aunque presta para la manipulación y para su profanación.



Daniela Franco, artista multimedia, localizó 600 diapositivas y fotografías de una familia estadounidense aparentemente en un mercado de pulgas en Barcelona. A partir de este descubrimiento, y de otros documentos escritos y sonoros, decidió comenzar a construir la historia de esta familia (de apellido aparentemente Sandy, según un letrero impreso en uno de los marcos de una serie de diapositivas), a mitad de la realidad y a mitad de la ficción; ésta última parte con la ayuda especulativa e imaginativa de los 13 autores, entre los que se encuentran el francés Emmanuel Adely, el australiano Sean Condon, el italiano Fabio Morábito, los mexicanos Alain-Paul Mallard y Juan Villoro y, entre otros, el propio Vila-Matas.

El resultado de este esfuerzo por concretar y rescatar una historia que con el tiempo se perdió es un interesante experimento en el que memoria, reelaboración y conjeturas se entrelazan para hablarnos sobre la fuerza de las imágenes y, sobre todo, la trascendencia que el tiempo les permite obtener.

Durante la historia dentro del libro –en base a memorias escritas, cartas, testimonios grabados, emails– nos enteramos de la existencia de la familia Sandy, una como muchas estadounidenses medias de los años 50 del pasado siglo, cuyo rumbo se dio a partir de una de tantas guerras (los norteamericanos siempre estamos en guerra, por ahí alguien dice) y cuyo paterfamilias un buen día desapareció. Ese mismo señor Sandy parece que fue un piloto de autos, o un estafador y un mal fotógrafo; uno cuya temblorosa mano y mal ojo para enfocar y cuadrar hacen de este libro una pena en términos fotográficos aunque, en términos testimoniales -de reelaboración a partir de la conjura visual-, un excitante ejercicio narrativo.



Las fotos de la familia Sandy son pobres en técnica, pero el bálsamo que ofrece el tiempo (ese compuesto por modas pasadas capturadas, sitios ya inexistentes, oxidación y decoloración) le da no una, sino varias dimensiones nuevas. La nostalgia y esa sensación de capturar algo que ya fue pero que se reconoce reciente, palpable prácticamente, brinda trascendencia al mensaje que construye este libro.

Como colofón, se incluye la misiva enviada por un vendedor del mismo mercado de pulgas en el que se encontraron las imágenes, ofreciendo otra versión de la historia, una que se antoja tan real, tal vez más o, inclusive, más apócrifa que la creada por Franco y compañía, enriqueciendo la propuesta discursiva del libro y dándole una vuelta de tuerca más a la narración.